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Ambiisraelí, ambipalestino

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   Los acontecimientos en la vida de los seres humanos nos ponen a menudo delante de nuestras propias contradicciones, de nuestros propios prejuicios. El último conflicto en Gaza es una buena prueba. Pero dejemos que los actores, que viven en el terreno, hablen. Transcribo: “De nuevo centenares de cohetes disparados contra ciudades israelíes; de nuevo el iracundo analista militar en el estudio de Canal 12 exigiendo una respuesta contundente. De nuevo ciudadanos aterrados diciendo al corresponsal enviado a la zona que esta vez tenemos que atacar con toda nuestra fuerza y acabar con esto, como si estuviéramos viviendo un acontecimiento extraordinario, salido de la nada, que nos ha cogido a todos por sorpresa. Basándonos en las crónicas e informaciones publicadas, esto ha sido algo tan único e inesperado que ni siquiera nuestros encomiados servicios secretos militares pudieron preverlo y avisarnos; no se ha tratado de algo que ya hemos vivido tres veces antes con operaciones militares

Smith, Norman y Carlos

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  La noche había caído en el estadio olímpico de México, el 16 de octubre de 1968. Un poco antes, la colosal figura del componente del equipo estadounidense Tommie Smith había batido el record mundial de los 200 metros lisos, bajando por primera vez de la barrera psicológica de los veinte segundos, record que tardaría once años en superarse. Los Juegos mejicanos se convertirían en una explosión del dominio de los atletas afroamericanos. Dos días después, Bob Beamon establecería su sideral record en longitud, que permaneció en la tabla hasta que en 1991 lo rebajó Powell en los campeonatos mundiales de Tokio, o el record de los 100 de Hines, vigente hasta 1983. En la cámara de llamada para la ceremonia de entrega de premios de la final se encuentran los tres medallistas, Smith, el australiano Peter Norman, plata, y el también norteamericano John Carlos, bronce. Los estadounidenses venían preparados para algo especial. Algunos destacados deportistas negros de este país habían declinad

Leópolis

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Foto: De Haidamac - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=62905773 Stanisław Lem, autor de obras tan notables como Solaris o Retorno de las estrellas, nació en 1921 como ciudadano polaco en Leópolis. Leópolis, o Lviv, en ucraniano, es un ejemplo de la historia de Europa. Ciudad inicialmente perteneciente al viejo Rus de Kiev, luego al Reino de Rutenia, fue, después, y sucesivamente, polaca, austrohúngara, de nuevo polaca, soviética, y, por fin, ucraniana, a partir de la independencia del país en 1991. Leópolis, o Lviv, o Lwów en polaco, o Lemberg en alemán, o Lvov en ruso, la ciudad más importante de la Galitzia, cuyo centro histórico es patrimonio de la Humanidad debido a su riqueza arquitectónica y cultural, también es la Lemberik, en yidis, de   una importante y próspera comunidad judía, arrasada y exterminada en la II Guerra mundial. Leópolis, o Lviv, en estos días, acoge un aluvión de personas que huyen de la guerra y de la destrucción,

Cécile

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Sobre el escenario del teatro, Marvin Sewell desgrana las primeras notas de la canción, graves arrancados a las cuerdas y al mástil de la guitarra eléctrica. El ritmo inconfundible del blues llena el espacio, durante unos segundos, dando pie   a la irrupción de la voz aterciopelada primero, torrencial después, de Cécile McLorin Salvant. Durante un instante, o mejor, durante todo el tiempo que dura el tema, estamos a la orilla del Misisipi, al atardecer, reunidos junto al fuego, y un viejo saca su guitarra y comienza una melodía, y al pronto una voz se une y canta, como en una letanía, sus penas, sus cuitas, sus amores perdidos, la persecución racial, la dura vida del suburbio, todo el universo sureño que luego se vuelve universal, porque algunos de los temas – no todos – son universales, y metidos en esa atmósfera irreal y a la vez corpórea del espacio escénico, Cécile nos trae a Bessie Smith o a Robert Johnson, porque lleva a su espalda toda la tradición musical de su tierra y de su r

De buscadores y pasiones

  Todavía, a día de hoy, la escena me sigue produciendo un estremecimiento íntimo, abisal. Una colosal figura con camisa índigo y sombrero vaquero, sobre un fondo de luz hiriente, el marco de una puerta recortado sobre la habitación oscura, la mano izquierda que recoge su codo derecho, la silueta que se da media vuelta y camina con paso singular hacia el horizonte ocre y azul. De niño, hace ¿cuarenta, cuarenta y cinco años?, la entradilla de televisión que daba paso al sabatino teatro de los sueños contenía esta visión fabulosa; durante mucho tiempo no supe a qué película correspondía, durante años me sentaba delante del televisor con la esperanza de que ante mis ojos apareciera la figura colosal, que se tocara el codo y se girara, que volviera esa emoción que me recorría y que me colmaba, sin saber por qué. Mi memoria no registró ese momento, no guardó el instante en que se abrió por primera vez una puerta sobre ese mismo cielo azul, y una mujer ve cómo un jinete solitario cabalga h